Por ese sol que ayer le acunaba el sueño al Cristo de la Buena Muerte se estaba yendo la Semana Santa
que no había empezado. No era un sol de poderío ni un sol de promesa de
días que vienen augurando la felicidad. Era un sol de tristeza en la
primavera sin azahares, una luz que llega tarde a la cita y deja en los
labios el sabor dulcísimo de un palio entre la cal que se habrá marchado
antes de que se le pueda ver todas las horas que el corazón necesita.
Era un sol a destiempo vistiendo de dulzura una tarde a la que la
belleza no le podía quitar el dolor de ser la última, la tristeza de
tener que leer el epílogo de un libro con las páginas en blanco.
Como un hombre que empieza a peinar canas cuando mira atrás
y se da cuenta de que entre libros y responsabilidades, entre dudas y
desánimos, se le ha escapado la juventud y no ha probado la vida; como
una mujer que agotó sus mejores años entre convenciones y visillos y se
marchitó sin beberse las calles, la Semana Santa se ha escapado con la
miel dulce de lo que se ha perdido. Quizá hubiera sido menos duro que se
marchara con los charcos y las luces quietas de las iglesias que con el
sol radiante, como irónico, que iba cayendo entre los naranjos.
Subía el Señor y caminaba como si hubiera miedo a
despertarle, y en cada paso estaban aquellas imágenes que no se movieron
de sus iglesias, la Caridad a la que ni siquera se pudo ver con la
candelería encendida. De lejos era como esas cofradías quietas de las
que costaba arrancarse, como los pasos del Calvario, exactos en su
clasicismo, de los que tanto se lamentó que no se pudieran levantar y
nacer a la tarde imposible. Los cipreses de la Catedral, altos como la
cruz, contaban que otra vez se quedaron esperando a la Virgen del
Rosario y que no bajó tampoco el Señor de la Santa Faz.
Era una tarde como aquella no pudo salir la Virgen de los
Dolores y al oír el crujido de la madera había que dar gracias por ver
al Cristo de la Buena Muerte a la luz del sol de Córdoba, pero la que
ayer terminaba no era una Semana Santa de sensaciones agolpadas que
había que ordenar al llegar el Lunes de Pascua, sino de una emoción que
se filtró con un cuentagotas cicatero.
En el ruido de las bellotas de los flecos contra los
varales estaba la elegía por no haber visto a la Virgen de las Lágrimas
salir de San Pedro, en el oro bordado venían hilos de Gracia y Amparo y
en la candelería tupida un recuerdo de la Estrella. Y hasta había tiempo
para acordarse de aquel penitente del Sepulcro, descalzo por la húmeda
calle de la Feria, ejemplar en el camino y enseñando a su hijo cómo es
un nazareno.
Sí, la vida, como dijo el poeta, es una semana, y empieza a
terminar en la mañana plena del Domingo de Ramos, y se consuma del todo
cuando llega el Señor en el mismo sepulcro al que tendremos que
acompañarle para resucitar con Él. La vida de esta semana se marchó sin
apenas vivirla, sin mucho más que pies fríos y túnicas que no se
manchan, como una juventud que se ha pasado y no por la culpa de quien
luchó por vivir y no pudo. Ojalá que la Reina de los Mártires nos regale
otro año de esta juventud nunca vivida.
(Articulo publicado en el Diario ABC Córdoba 31/03/2013)
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